Un nuevo día ha comenzado en la República DEMOCRÁTICA Popular de Corea.
Ya en el vuelo que me trajo a Pyongyang detecté indicios de que me dirigía a un lugar como ningún otro. La azafata del avión de Koryo Airways me entregó una copia del 'Pyongyang Times' con un gran titular a toda página: "Kim Jong asiste a una comedia". Y lo sería, con su totalitarismo rancio y las excentricidades de un dictador que se hace llamar el Querido Líder, sino fuera por los 22 millones de personas que sufren todo esto a diario.
Mujeres y hombres llevan un pin en la solapa con la imagen del líder Kim Jong Il o de su padre Kim Il Sung, todavía "presidente" a pesar de llevar 16 años fallecido. El calendario ha sido retrasado para hacerlo coincidir con su nacimiento. Estamos en el año 99, no en 2010.
Lemas revolucionarios adornan campos de arroz, fachadas de las casas, fábricas y edificios oficiales durante todo el camino al centro de Pyongyang. Retratos del Querido Líder se repiten por todos lados. Se dice que un norcoreano ve la imagen de su dictador una media de 30 veces al día y ya les adelanto que no es cierto. En mi primer día en Pyongyang, lo he visto 47 ocasiones. Impoluto. Impasible. Benevolente. Iluminado.
El cambio coincide con los primeros y casi imperceptibles cambios en Corea del Norte. El último bastión libre de consumismo, en cuyas calles no se puede ver un anuncio que no sea de la revolución, vive algo remotamente cercano a la emergencia del capitalismo. Nuevos comercios han abierto discretamente por toda la ciudad, sin llamativas luces de neón ni ofertas en los escaparates. La capital presenta por primera vez algo parecido a tráfico, a diferencia de las calles completamente desiertas con las que me encontré en mi primer viaje al país hace ocho años. Los trajes grises y monótonos han dejado paso a prendas más coloridas en los días festivos y la ciudad vive un modesto boom de construcción, con cientos de obreros trabajando en una docena de nuevos edificios, incluido el rascacielos piramidal del Hotel Ryugyong, abandonado a medio hacer en 1992.
Viandantes que hace unos años recibían al extranjero cambiándose de acera o gruñendo proclamas marxistas sonríen ahora al visitante, tratan de entablar conversación y se dejan fotografiar con sus hijos, en las pocas ocasiones en las que los guías del Gobierno permiten el contacto. "¿España? Felicidades por la Copa del Mundo. ¡Wow!", dice un estudiante en la Gran Casa del Estudio, en la plaza de Kim Il Sung. "¿Y cómo vive la gente en su país?".
-¿Podré visitar un parque público?
-No está el programa.
-¿Salir a cenar por mi cuenta?
- No está en el programa.
-¿Un paseo cerquita del hotel, quizá?
- No está...
- ¿...en el programa?
Creo que lo voy a pasar en grande.
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